Crónica de una aventura

Eduardo Marisca | 04 Aug 2020

Bienvenido al hogar de tus mejores ideas.

Taika Waititi cierra Jojo Rabbit, su película sobre un niño creciendo en medio de la Segunda Guerra Mundial en una pequeña ciudad alemana, con una cita maravillosa de un poema de Rainer Maria Rilke:

Let everything happen to you: beauty and terror.
Just keep going. No feeling is final.

Estos versos me han acompañado mucho en los últimos meses, meses donde todos, creo, hemos estado sintiendo muchas cosas. Donde el mundo, donde varios mundos han empezado a acabarse en secuencia, uno detrás de otro, y los mundos se siguen acabando como si fueran infinitos, como si la secuencia nunca terminara.

Nosotros quisimos construir en Offsite un mundo. Ese mundo empezó a existir a principios del año pasado, cuando mi papá me dijo una mañana de enero para tomarnos un café. Recuerdo que hacía calor y que nos juntamos en un café de Miraflores como se solía hacer antes en el Viejo Mundo, temprano por la mañana. Era un café pequeño y sencillo cuyo nombre no recuerdo. “Quiero poner un negocio como éste”, recuerdo que dijo mi papá.

“OK”, reaccioné. “¿Por qué?”

Me explicó que quería poner un negocio, algo que sea poco complejo y que le pudiera generar un ingreso continuo — una especie de renta vitalicia, de pensión de jubilación. Después de años trabajando como consultor, quería dedicarse a algo que le demandara menos esfuerzo y le diera un poco más de estabilidad. “Pero un negocio, cualquier negocio, te va a requerir de un montón de esfuerzo, y no te va a aportar mucha estabilidad”, acoté.

Pero eso no importaba tanto. Toda su vida mi papá fue feliz empezando proyectos, incubando ideas. Con algunas le fue muy bien, con varias le fue muy mal, pero con todas disfrutó una combinación de altos y bajos que lo nutría, desde que tengo uso de memoria. Yo crecí viéndolo pasar por esa montaña rusa una y otra vez y creo que, inevitablemente, crecí aprendiendo a querer lo mismo. El gran descubrimiento de la vida adulta es que inviertes toda tu energía para alejarte de donde vienes, para finalmente terminar más o menos en el mismo sitio.

“Mira, yo te ayudo”, le dije. “Podemos armar algo juntos. Pero veamos más allá de un café”. Empezamos a intentar ver más allá. ¿Qué estaba cambiando? ¿Qué hacía falta? ¿Qué necesidad desatendida, o subatendida, podía ser una oportunidad para nosotros? ¿Qué experiencia traíamos que nos diera alguna ventaja? Esa mañana en ese café de Miraflores empezamos a imaginar algo que no era un café. Que era, más bien, una frustración que los dos compartíamos: tanto mi papá como yo dedicábamos buena parte de nuestro tiempo a organizar talleres y capacitaciones, y los espacios que existían para hacerlo eran casi siempre o muy accesibles pero mal diseñados, o muy bien diseñados pero muy poco accesibles. Allí estaba nuestra oportunidad: entendíamos bien la necesidad, conocíamos el mercado y sabíamos que existía un nicho desatendido para ofrecer espacios creativos de alto valor pero a un precio accesible.

No era tan simple como un café. Pero era la oportunidad de introducir un concepto relativamente nuevo.

Era una aventura.


Fue apenas unas semanas después que mi papá me llama una mañana. “Encontré una casa”, me dijo. “¿Cuándo puedes venir a verla?”

Fuimos ese mismo fin de semana a visitar una casa en Magdalena. Había estado desocupada por un par de años por entonces, luego de haber sido utilizada como oficina. Los inquilinos anteriores habían encontrado la manera de habilitar espacios de trabajo en cuanto rincón tuviera la casa, y la casa tenía muchos, muchos rincones. Aunque era vieja, tenía el tipo de personalidad que solo tienen a estas alturas las casas viejas, y estaba invadida por todos sus frentes por luz natural que brillaba con el sol de marzo en Lima. La casa era puro potencial. Era perfecta para lo que queríamos hacer.

Así que la tomamos. No teníamos nada muy bien pensado ni muy bien planeado. Pero ahora teníamos un espacio — no, teníamos muchos espacios. Muchos espacios que queríamos convertir en rincones de creatividad donde las personas pudieran refugiarse de las presiones del día a día para pensar en su futuro, en su estrategia, en qué querían hacer con sus negocios y sus organizaciones. Muchos espacios para que la gente se sienta bienvenida y cómoda.

Pero no teníamos mucho más que muchos espacios y buenas intenciones. Pero era abril del 2019 y el futuro se veía brillante, así que nos metimos con todo. Nos trajimos abajo paredes, compramos mobiliario, instalamos pisos, equipo audiovisual. Empezamos a implementar la sala de eventos y reuniones en la que nos habría encantado trabajar, con un ambiente hogareño, con un trato personal. En solo cuatro semanas teníamos implementado un prototipo, junto con una marca embrionaria y un concepto de lo que queríamos empezar a hacer.

No teníamos mucho más que muchos espacios y buenas intenciones.

El primer día de mayo invitamos a varios amigos a que nos visiten y nos dieran su opinión sobre todo lo que estábamos construyendo. Nada funcionó, pero esa era la idea. Empezar a probar todo, empezar a entender cómo operar nuestro propio espacio, nuestro propio concepto.

No teníamos mucha idea de lo que estábamos haciendo, pero estábamos aprendiendo muchísimo.


Pero qué difícil que es sacar adelante un negocio.

Todas las personas que venían amaban el espacio. Mi papá siempre prestó mucha atención a los detalles, a un nivel que a mí francamente se me escapa. A él se le ocurrió recibir a nuestros invitados siempre con palta madura y pan caliente en la cocina, para que se sintieran como en casa. El pan con palta siempre fue un éxito.

Durante varios meses experimentamos con diferentes maneras de comunicar nuestra propuesta de valor, diferentes maneras de promocionarnos, pero también con diferentes tipos de contenido, formatos de participación, diferentes maneras de formar alianzas y colaboraciones. Algunos meses las cosas con las que experimentábamos iban muy bien y nuestras ventas subían; otros meses, los experimentos iban muy mal y las ventas bajaban. Y así nos pasamos meses para arriba y meses para abajo, y en el camino fuimos sintiendo todo tipo de emociones: ansiedad, duda, frustración. ¿Tenemos el concepto correcto? ¿Estamos contando bien la historia?

Si la gente que viene lo valora tanto, ¿entonces por qué no viene más gente? Es difícil sacar adelante un negocio.

Mi papá se angustiaba, y yo trataba más bien de mantener la calma. De enfocarnos en los aprendizajes, de tratar de encontrar los patrones y entender con cuidado qué cosas estábamos haciendo bien y qué cosas no tanto. De ir refinando nuestra historia: nos encantó la idea de pensar que éramos un negocio familiar que hacía cosas por otros negocios familiares. Que podíamos ayudar a las pequeñas empresas a pensar sobre su presente y sobre su futuro de manera creativa.

No teníamos mucha idea de lo que estábamos haciendo, pero estábamos aprendiendo muchísimo.


Así pasaron varios meses entre subidas y bajadas. En diciembre hicimos un pequeño evento para celebrar el fin de año, con una parrilla y unos panes con chorizo y unas cervezas y las personas que más nos habían ayudado a arrancar. Se sentía bien, estar construyendo algo, incluso en los días en que era difícil y confuso, se sentía bien. Terminó el año y apenas se escuchaban algunos rumores de un virus que había aparecido en una provincia china.

Había pasado casi un año desde ese primer café, desde esa primera idea. Era un viernes de enero y yo acababa de regresar de un viaje de trabajo, de esos viajes que solían ocurrir en el Viejo Mundo, cuando me llegó el mensaje de texto. “A tu papá lo están derivando al oncólogo”.

Son curiosas las cosas que se traen abajo el mundo. No son siempre las más evidentes. Una pequeña cadena rebelde de ARN. Una célula que un día decide reproducirse de una manera ligeramente chueca, y luego decide que a partir de ese día empezará a reproducirse de esa nueva manera ligeramente chueca sin que nadie pueda decirle lo contrario. Y la célula, ay, se siguió reproduciendo. Y el mundo, ay, se siguió cayendo a pedacitos. Primero como metáfora y, poco a poco, como literalidad.

Las reuniones dejaron de ser para ver el avance de las ventas, dejaron de ser para hablar sobre los nuevos aprendizajes u oportunidades. Las reuniones se convirtieron en paneles de revisión de estudios clínicos. ¿Qué resultado tenemos ahora? ¿Cuál es la siguiente prueba? ¿Cuáles son los posibles escenarios? Hablar con un doctor, luego con otro, luego con otro. Tratar de conseguir un diagnóstico definitivo, de encontrar opciones de tratamiento. Resulta que a veces, esas células reproduciéndose tercamente de manera ligeramente chueca lo hacen demasiado rápido, con demasiada vehemencia. Más rápido de lo que puedes intentar hacer algo al respecto.

Al mismo tiempo, el virus ya no estaba en China, sino que estaba ahora en Italia. Y de repente estaba en España, y la amenaza fantasma se sentía tan increíblemente abstracta sentado en el cuarto de una clínica. Todo se sentía increíblemente abstracto. El mundo se caía a pedazos dentro de un mundo que se caía a pedazos. “¿Pero qué hacemos con el negocio?”, me preguntaba. “Yo me encargo. Tú no te preocupes”, le decía. Sin tener realmente idea de qué hacer con el negocio. Ni con ninguna otra cosa.

Todo empezó a pasar muy rápido. Primero fue un día que nos dijeron que por precaución contra este nuevo virus, las visitas en la clínica iban a tener nuevas restricciones. Coordinar horarios, pasarnos la posta, asegurarnos de que siempre hubiera alguien. Luego apareció el primer caso en el Perú, luego el segundo, el tercero, y de repente dos semanas de cuarentena. Los barcos que llegaban al puerto de Venecia debían pasar cuarenta días sin poder anclar en los muelles para asegurarse de que las tripulaciones no cargaban con la peste bubónica. Cuarentena. Y de repente no podíamos salir a la calle, no podíamos volver a casa, no sabíamos bien qué podíamos hacer ni que no podíamos hacer, y de repente el negocio tiene que estar cerrado por la cuarentena pero entonces qué hacemos con la casa, la casa era perfecta y tenía tanto espacio pero ahora iba a tener que estar cerrada, cerrada por dos semanas. ¿Por dos semanas? ¿Y después qué? Y coordinar los horarios pero no podemos salir a la calle así que asegúrate de llevar los papeles, de poder probar a dónde vas, por si te para la policía, por si te paran los militares, y el daño ya es muy avanzado y ya ha comprometido muchos órganos y el mundo se viene abajo por las cosas menos evidentes y desde China una pequeña cadena de ARN y tienes que llevar papeles para salir a la calle porque una célula que se reproduce de manera rebelde está comprometiendo muchos órganos y ya no hay mucho que se pueda hacer y todo pasa tan rápido y todo es tan confuso y a las ocho de la noche la gente sale a sus balcones para aplaudir y para cantar y es todo tan raro, tan raro, pero salen a las ocho de la noche para aplaudir y para cantar y el mundo se viene abajo por las razones menos evidentes y el ARN y la mitosis celular y la inmunología y la epidemiología y la oncología a las ocho de la noche cantando que ellos también se llaman Perú y todo fue muy rápido y todo fue muy confuso y de repente a la una de la mañana un silencio.

Un silencio.


No pude volver a la casa de Magdalena por varios meses. La cuarentena me dio la excusa perfecta. Primero fueron dos semanas, luego cuatro, luego seis, luego en algún momento dejé de contar. Pero el virus se lo estaba comiendo todo, y en su lugar estaba dejando un mundo donde nuestro negocio ya no tenía sentido. Donde ya ni siquiera había sentido en esperar a ver qué pasaba. El mundo ya era otro. El mundo que saldría del otro lado de esto, el Nuevo Mundo, sería otro. Y en ese mundo ya no estaríamos.

Así que cuando ya no estaba tan prohibido, volví solamente para limpiar, para sacar cosas, vender muebles, para cerrarlo todo. Para cerrar el capítulo. Como se cierran un montón de capítulos este año, tantos capítulos que se están cerrando todos los días. Así fui sacando, cerrando, botando. Pensando, ¿qué me llevó? Y es que habíamos aprendido tanto. Habíamos aprendido tanto que hasta el acto de cerrar se convirtió en un acto de aprendizaje. De reflexión. Porque el negocio se puede cerrar, la casa se puede devolver, pero los aprendizajes y las reflexiones no me los quita nadie.

Aprendí que siempre hay que dejar sitio para las ideas locas. Que quizás no son tan locas cuando se les encuentra el ángulo correcto, que quizás solo parecen locas porque no han terminado de asentarse. Hay que removerlas un poco, darles un par de vueltas, dejar que corran un rato por la playa y terminen de hacer sentido antes de decirles que no.

Aprendí que, incluso cuando no parezca tener sentido — y quizás especialmente cuando no parezca tener sentido — hay que seguir adelante y seguirlo intentando. Nada que realmente valga la pena va a ser tan fácil, no cuando se está intentando crear algo nuevo, cuando se está intentando hacer algo distinto. Hay que seguir intentando, incluso cuando ya no queda gasolina en el tanque, incluso cuando pareciera que ya se están acabando las ideas.

Aprendí que importa mucho más el viaje que el destino — mucho más. Porque sí, el mundo se cayó a pedazos dentro de un mundo que se cayó a pedazos. Todos los mundos se cayeron a pedazos. No conseguimos todo lo que habríamos querido, no hicimos todo lo que imaginamos, todo lo que soñamos. Se nos quedaron muchas ideas en el tintero, muchos planes en la pizarra. Y al final no importa. No importa ni siquiera que no haya sido un éxito. Porque el viaje fue increíble. Todo el camino, cada conversación, cada idea, cada experimento, cada intento, cada logro, cada fracaso, toda esa cadena de acontecimientos fue increíble. Lo que importa es haberla vivido, haberla experimentado. Al final eso es con lo que te quedas.

Y aprendí, quizás especialmente, que hay que seguir viviendo a través de la tragedia. Incluso cuando el mundo se viene abajo dentro de un mundo que se viene abajo, incluso bajo la amenaza fantasma de cadenas de ARN y células rebeldes, incluso en cuarentena, en pandemia, en crisis económica, incluso bajo todos los inclusos, bajo todas las tragedias, no hay otra más que seguir viviendo. Por eso el poema de Rilke, que descubrí a través de la película, por eso esos versos han sido tan importantes para mí. Ningún sentimiento es final. Hay que seguir viviéndolo todo, lo brillante y lo oscuro. Hay que seguir viviendo a través de la tragedia.

El último día en la casa vacía.

A mi papá le encantaba tener estas ideas locas, estos proyectos que terminan siendo montañas rusas emocionales, subidas y bajadas de emoción y angustia y ansiedad y frenesí, y creo que inevitablemente a mí también me encanta. Aunque hayamos tenido que cerrarlo todo. Aunque haya que cerrar el capítulo. A menudo me pregunto si valió la pena la inversión, el esfuerzo, y si lo volvería a hacer. El último día que estuve en la casa de Magdalena, cuando ya habíamos sacado todos los muebles, todas las cosas, me quedé un rato en medio de la casa vacía. Viendo cómo todo había desaparecido, todo. Tratando de hacer sentido de lo que había pasado, de lo que no había pasado también. Y escribí, como he solido escribir en estos tiempos, un poema:

quisimos construir un imperio juntos
pero me tocó demolerlo solo.
ladrillo por ladrillo.
piedra por piedra.
cada nube de polvo un recuerdo
de que nos atrevimos a soñarlo todo
aunque se sintiera, por momentos, una locura.

me siento en una gran sala vacía
y no me lamento
por todo lo que no pudo ser.
me siento aquí en un silencio que retumba entre las paredes
y agradezco
porque tuvimos esta última aventura.

Al final no importa lo que haya perdido o lo que haya desaparecido, porque al final me quedo con esa última aventura.

No puedo imaginarme cómo podría haber hecho una mejor inversión.

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Hola, soy Eduardo Marisca

Soy investigador y diseñador de medios digitales basado en Lima, Perú. Puedes conocer más sobre mí, o seguirme en Twitter o Instagram.